La Barcelona contemporánea ha sido indisolublemente asociada al malestar social y político generado por una ciudad singularmente industrial, privada de poder político, y que se ha expresado a través de una conflictividad que ha logrado, en algunos momentos, un carácter emblemático, definitorio de la ciudad misma.

Con posterioridad a la Guerra Civil, la novela sobre Barcelona ha experimentado una mutación, de acuerdo con la sociología cambiante de la ciudad, y puso el foco en los márgenes de la ciudad o, si se quiere, en la ciudad de los márgenes. Mientras que algunas narrativas hacían énfasis en la división ente charnegos y burguesía catalana, otros han intentado explorar, y propugnar, modelos convivenciales y enraizamiento.

Uno de los grandes cambios experimentados por la Barcelona postolímpica ha sido la llegada de un turismo masivo, proveniente de todo el mundo, que ha cambiado la fisonomía de la ciudad y la imagen que tiene de sí misma, pero que ha suscitado sobre todo una problemática nueva, asociada a la gentrificación del centro urbano, al cambio de uso del espacio público y al riesgo de hacer desaparecer formas de vida propias de los barrios.

En los últimos años, en los que se ha llegado a calificar a Barcelona de ‘ciudad muerta’, la distopía —es decir, la concepción más o menos imaginaria de una sociedad organizada de una forma opresiva o totalitaria— ha hecho su irrupción en la narrativa catalana, de la mano de autores como Joan-Lluís Lluís, Marina Espasa o Javier Pérez Andújar, entre otros.

La irrupción, tan imprevista como anunciada, de la pandemia del coronavirus comportó una experiencia social insólita, en que la ciudad abierta y cosmopolita volvió, por unos instantes, a la reclusión propia de las ciudades medievales asediadas por la peste. La ciudad parada, la ciudad desierta, sin coches ni gente por la calle, con la gente encerrada en casa, puede dar lugar también a un redescubrimiento de la ciudad y de sus márgenes.